Jabbaren, lo que en escritura Tifinagh se traduce como “gigantes”, el lugar donde aterrizaron estos. Son las 9,14 horas de la mañana y estamos a 1.672 metros por encima del nivel del mar. Jabbaren es el lugar al que nos dirigimos.

Después de desayunar el pan duro de todos los días, caminamos por un agreste paisaje lunar hacia esta zona. No tardamos más de una hora en llegar desde el campamento base.

Lo único que se le puede achacar a este ignoto lugar es que para ver las pinturas rupestres en su conjunto hay que desplazarse kilómetro a kilómetro, pues todas ellas se encuentran muy separadas entre sí.

Lo que vemos no tiene explicación posible. A simple vista (no digo que sea así, pues los bosquejos están muy dañados) se aprecian hombres con escafandra, personas con extraños cascos de los que parten tubos y trajes ceñidos decorados con escamas, lo que podrían ser medusas o naves de las que se alzan chorros propulsores, personajes pintorescos con cuernos y cascos en aptitud de perseguirse, ideogramas egipcios, carros egipcios, sacerdotes con tocados egipcios y falda corta…

Uno se queda extrañado ante una escena conocida como “El Rapto”, donde un grupo de mujeres, cogidas por las manos, son arrastradas por un extraño tipo con casco hacia lo que podría ser una casa o una nave con destellos. Ojo, como siempre, sólo me limito a plasmar lo que se ve; cada cual es libre de pensar lo que quiera.

En otra pared se muestra en su grandeza lo que se conoce como “El gran Dios Marciano”, como así lo llamó Lhote. Una figura de seis metros de altura, portando un casco con un único ojo, una vestimenta con costuras y pliegues, y a la que sólo se le distinguen cuatro dedos en cada mano.

Carlos, ponte aquí – Manuel insiste en utilizar su cámara-. Quiero que me respondas a una serie de preguntas que te haré sobre tus impresiones.

Mi aspecto es bastante lamentable como para estar delante de una filmadora. Estoy sucio, llevo el cabello engrasado, llevo una barba de varios días… Aunque llega un momento en que todo te da igual.

Así transcurre toda la mañana, contemplando estas maravillas. Es como estar en un museo el aire libre.

El desierto nos comienza a pasar factura, por lo que estoy viendo. Georgi tiene el rostro al rojo vivo, mientras que Manuel está de un colorado chillón en todas sus partes visibles. A mí me está afectando en los intestinos.

Lo curioso es que después de tantos días el cuerpo queda tan reseco que apenas olemos, pese a que no podamos asearnos de ninguna forma. Se supone que nos corresponden dos litros de agua diarios, pero durante la ascensión al Tassili, uno de los burros soltó su carga y la mitad del agua se desparramó entre las rocas.

Mi cámara se está quedando sin pilas. Debe quedar lo justo para la expedición de mañana.

Llegado el mediodía, los tuaregs quieren que regresemos al campamento. Mohamed pretende que la suelte algunas frases en español, las suficientes como para enamorar a una chica. Me río de la ocurrencia; así que le explico la historia de Casanova.

Es una magnífica oportunidad para hablar con él y de la historia de su pueblo. El término Tuareg o Targi en singular, se aplica a numerosos grupos que comparten un idioma y una historia comunes.

Étnicamente, hay Tuaregs de ascendencia bereber y de diversos grupos del África negra. Probablemente se fueron desplazando hacia el sur debido a presiones varias, y protegidos por sus montañas y por el desierto, conservaron su lengua (tamasheq) y su civilización. Debido a la asimilación de elementos étnicos muy variados, los tuareg tan solo se distinguieron por sus costumbres: uso del velo (negro o azul), nomadismo, pillaje, matriarcado, libertad de costumbres.

Sus tribus formaban confederaciones. Las caravanas de camellos Tuareg jugaron un papel importante en el comercio trans-sahariano hasta mediados del siglo XX, cuando los trenes y camiones cogieron el relevo. Las colonizaciones y el establecimiento de fronteras entre los estados supuso el fin de las confederaciones Tuareg y las rupturas familiares en Argelia, Libia, Malí, Níger i Burkina Faso.

En 1963, se produjeron las primeras revueltas Tuareg. Las sequías de 1973-1974, y las de 1984-85 acabaron con casi la totalidad de sus rebaños y de su economía nómada, y forzó a muchos Tuareg a tener una vida más sedentaria en los suburbios de las ciudades que bordean el Sahara, o a emigrar hacia otros países como Argelia, Libia y Nigeria. El idioma Tuareg (Tamasheq) en sus muy variados dialectos, forma parte de la herencia común Bereber.

Son los únicos que siguen conservando la escritura Bereber, llamada Tifinagh. El uso del Tifinagh se fue perdiendo en casi todos los territorios berberófonos, siendo mantenido tan solo por los Tuareg para transcribir su idioma, el tamasheq.

Entre los tuareg de Argelia, Malí o Níger, el tifinagh tiene variaciones, correspondientes a los diferentes dialectos de Tamasheq. Pueden cambiar la forma y número de signos, pero son inteligibles entre sí.

A finales del siglo XX, con el fin de normalizar la lengua se propuso un alfabeto, el tifinagh estándar, recuperando la escritura milenaria, -ya hasta entonces se transcribían mayoritariamente utilizando o bien caracteres árabes, o bien latinos- que ayudaría también a escribir todas las variantes de lenguas bereberes.

El signo de la ZAY en el alfabeto Tifinagh (que corresponde a una «zeta sonora»), se ha convertido en el símbolo de la «Gente Libre», los Bereberes.

Cuando acabo de tomar notas, después de mi conversación con Mohamed, llegamos al campamento. Se me ha hecho corto este recorrido.

Toca comer más ensalada, pisto y coliflor. Yo lo único que quiero es descansar un rato.

Lo que daría por ducharme y afeitarme, pienso, mientras me tumbo en mi tienda de campaña. Cuando regrese a Djanet esos retretes militares, y el agua fría de las duchas, me van a saber a gloria.

¿Cómo demonios se cuela tanta arena en la tienda? Es algo que no acabo de comprender. Hay arena por todas partes, entre el caos de objetos y ropa. Tengo que tener la tienda cerrada con las dos cremalleras, si no quiere verme con la desagradable sorpresa de encontrarme una víbora cornuda en el saco de dormir. A estos bichos les encantan los lugares calientes.

Me despierto de la siesta con el retumbar de los tambores. Los tuareg asoman en lo alto de una colina. Me dirijo hacia allí para comprobar que ya están todos mis compañeros de viaje. Manuel está grabando esta orgía de tambores.

La puesta de sol es única. Nos quedamos embobados viendo cómo cae el sol, entre los magníficos colores cálidos del atardecer. Esta es la última noche en el Tassili.

Camino por una superficie plana, una meseta de grandes dimensiones, con una piedra oscura que evoca Marte o la Luna. Mi mente se pierde en las evocaciones de lo que pudo suceder en el Tassili hace miles de años, y cuyas conclusiones abordaré al final de esta crónica.

Regreso al campamento antes de que anochezca por completo. Durante la cena, nuestro cocinero, nos habla en francés de sus orígenes tuareg. No conoce ni siquiera Argel, no le interesa lo más mínimo. Asegura haber tenido mucha suerte por estudiar hasta los 10 años de edad, cosa que sus hermanos no pudieron hacer.

Afirma no estar interesado en casarse. A mí, simplemente, me parece que es homosexual por sus ademanes. Como es de suponer jamás declarará esta condición entre los suyos, gentes que se vanaglorian del número de esposas e hijos a su cargo, como si ello fuera indispensable en la vida de cualquier hijo de Dios.

Después del cocinero, toma el relevo en la palabra Manuel, que nos cuenta una nueva historia sobre la Gran Pirámide y lo que representa en nuestras vidas.

Cómo echo de menos ahora a esas almas que marcaron mi vida para siempre. No hay contaminación lumínica en el cielo estrellado, y es una delicia contemplar la luna llena, tumbado al raso.
Nos retiramos. Es hora de dormir. Mañana nos espera un día duro.

Me levanto muy adormilado; tanto, que no percibo que estoy en una cueva. Al salir de la tienda, e incorporarme, me golpeó la cabeza con una roca, con tal fuerza, que caigo redondo al suelo. Me toco la cabeza y palpo una enorme brecha de la que sale sangre a borbotones. Lo que me faltaba.

Corro en busca de ayuda y Belén realiza unas primeras curas con agua limpia y agua oxigenada. Me siento mareado; probablemente necesitaría algún punto de sutura, pero no quiero quejarme ante los demás. No sería justo.

La expedición del día de hoy nos traslada de nuevo hasta Jabbaren, en una zona nunca visitada por turistas. El shemag para cubrirse del sol, el pañuelo del ejército inglés a modo de turbante, me está viniendo de perlas para tapar la herida del sol y las moscas.

Llegamos a esta zona inhóspita, donde comienzan a distinguirse las primeras figuras de los llamados “cabezas redondas”, los dioses de la antigüedad que bajaron del cielo. Estamos acompañados de Mohamed y Lait.

Más espasmos. Figuras de “cabezas redondas”, citados así por sus insólitos cascos, se encuentran esparcidas por doquier. Me parece distinguir lo que yo denominaría un centauro. ¿Qué hacen estos extraños seres aquí? Un fresco muestra a unos cazadores, con sus arcos, mientras unas medialunas en el cielo, les persiguen. Lo anecdótico, es que de las medialunas asoman los rostros de los “cabezas redondas”.

El viento comienza a soplar con fuerza. Pregunto a Mohamed por el nombre del viento: Ado.

Sobre unas rocas se vuelven a advertir las extrañas figuras de los seres de cuatro dedos en sus manos. ¿Por qué los pintaron así los hombres prehistóricos?

Me da pena contemplar el deterioro de algunas de estas pinturas, a causa de los calcos de Henry Lhote, quien usó agua y esponja para poder así utilizar papel con el que dibujar lo que veía. Los calcos se exponen, en ocasiones, en el Museo del Hombre, en París, donde pronto me dirigiré. Pero esa ya es otra historia.

Entre lo insólito, un animal parecido a un escorpión, pero sin aguijón. Allá distingo, en otra pared, un rostro con ojos alargados similares a cuencas. Más demonios o djinn, como los denominaba Mahoma, refiriéndose a los duendes o diablos. Estos se observan en todas las rocas, junto a “cabezas redondas” de ropas ceñidas.

Es hora de comer. Nuestra última comida en el Tassili a base de arroz y queso.

Partimos en dirección hacia Djanet a las 14 horas. El descenso es más pesado de lo que uno pueda suponer. Los tobillos se tuercen continuamente entre las piedras. Son tres horas de caída, donde las chicas parecen llevarse la peor parte.

Solan solan -. Nos recuerda nuestro guía, Lait, cuyo significado, en español, sería “poco a poco”.

Alcanzamos la base de la montaña exhaustos, y sin una sola gota de agua en nuestras cantimploras. Aquí nos están esperando los todoterrenos, el único lugar que pueden alcanzar estos vehículos.

Ya era hora de regresar al hotel de Djanet, el oasis y capital del territorio tuareg. Tal y como alcanzamos éste me lanzo raudo hacia las duchas. Todos me imitan y corren veloces a por el agua. Me da igual el frío, me importa un pimiento que el agua que corre del grifo de las duchas tenga un sospechoso color marrón.

Manuel nos trae unas cervezas sin alcohol, compradas en alguno de los tugurios de este pueblo. Su sabor es refrescante. El mundo árabe tiene prohibido el alcohol, de ahí que no haya más posibilidad que esta bebida.
Me siento como nuevo, después de afeitarme.

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Como un niño con traje nuevo salgo a la calle para descubrir que nos esperan unos guerreros tuareg que quieren agasajarnos con una danza tribal. El espectáculo te hace tragar tierra, pero me permite examinar luego, de cerca, una de sus antiguas espadas.

Es hora de irse a dormir. Ya no veo el momento de hacerlo. Serán unas horas nada más, pues a la una y media de la madrugada nos toca estar de nuevo en marcha. Nuestro avión parte a las 4,15 con destino hacia Argel.

Continuará…

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