Muchos conocerán este retrato que Goya hizo a María del Pilar Teresa Cayetana, decimotercera duquesa de Alba, señalando al suelo con un dedo o, tal vez, sus inmensas propiedades dirían algunos.

Lo cierto es que la famosa duquesa de Alba sentía atracción por hombres de condición social inferior a ella, especialmente por los toreros (de casta le viene al galgo); y, según el mito en torno a su figura, desde la adolescencia se disfrazaba de maja para infiltrarse en la lujuriosa noche madrileña. Un periodo histórico que los cronistas han calificado como la etapa dorada de la lujuria en Madrid, y donde un grupo de aristócratas se movían con voracidad. Y es así como la pintó Goya, en el famoso cuadro de “La maja desnuda”, como a ella le gustaba, sensual y como dios la trajo al mundo, lista para ser devorada por toreros.

A la duquesa de Alba le gustaban las llamadas fiestas literarias. Fiestas que, al final, siempre acababan con los cuartos ocupados para dar rienda suelta al libertinaje. Y fue así como el Palacio de la Moncloa, ese mismo que ocupan los presidentes de España, antaño casa de la duquesa de Alba, se convirtió en el templo del fornicio.
Cuando Cayetana, que apenas había cumplido catorce años, contrajo matrimonio con José María Álvarez de Toledo y Gonzaga, el novio (que, en realidad, era su primo hermano porque los nobles siempre han practicado la endogamia), era un joven distinguido y cultivado, excelente melómano, que pertenecía al círculo íntimo del infante don Gabriel, el más querido de los hijos de Carlos III. El matrimonio fue promovido por el duque de Alba con el propósito de que el título permaneciese en el seno familiar.

En el siglo XVIII si eras soltera estabas vigilada, y lo que es peor, si eras una fresca luego no te salían maridos. Así que lo mejor era casarse para poder entrar y salir del domicilio sin dar explicaciones, escoger acompañantes de tu confianza, disponer de tu patrimonio e incluso tener un cortejo, es decir, un chevalier servant. Un caballero que te acompañara y galanteara pero que, oficialmente, no pasara de ahí.

Su fama de ligera conllevó algún problema para el marido de la duquesa en la puritana corte de Carlos III, pero no por ello dejaron de ser admitidos en el círculo del infante Gabriel, que era lo mismo que decir en la intimidad del rey y de los príncipes de Asturias, María Luisa de Parma y el futuro Carlos IV.

María Luisa de Parma inició una guerra sin cuartel contra Cayetana que culminó con el alejamiento de Juan Pignatelli (su hermanastro) de la corte. La leyenda quiere que el motivo fuera una alhaja entregada por la princesa de Asturias al italiano y que este, a su vez, entregó a la duquesa de Alba. Lo verdad es que Pignatelli se las traía con la duquesa en todo tipo de amoríos, y aquello no gustaba en la corte.

No era la princesa la única rival de Cayetana. Los duques de Osuna habían convertido su mansión de La Alameda en un prestigioso salón ilustrado. Lo más granado de la intelectualidad y el arte del Madrid de fines del XVIII se reunía allí para discutir de política, hablar de literatura o ponerse al día en las últimas novedades del mundo del arte. Y la duquesa comenzó a competir con los de Osuna en fiestas del mismo pelaje en sus palacetes, lo cual conllevó enemistades por ver quien se tiraba a los mejores mancebos de los madriles.

Francisco de Goya y Lucientes era el pintor de moda en Madrid. De nada servía la mordacidad que sabía imprimir a sus retratos, de poco su carácter bronco y una cierta insolencia para con aquellos que le protegían. Los nobles y la corte se disputaban sus servicios, y el nuevo rey, Carlos IV, le había confirmado como pintor de cámara. Desde que en 1785 realizara diversos encargos para los duques de Osuna, parecía adscrito a su casa y a la corte.

Sin embargo, no pudo negarse a la solícita petición de Cayetana, y en 1795 realizó sendos retratos de cuerpo entero de los duques de Alba. A partir de entonces no dejó de frecuentar la casa. Y algo debió pasar entre ambos, por lo que ahora contaré.

Aparte de pintarla desnuda, en otro de los cuadros de Goya, la duquesa aparece ataviada de maja y señala, desafiante, una inscripción en el suelo donde se lee “Solo Goya”, mientras en las manos luce sendos anillos con su nombre y el del pintor.

O lo que es lo mismo, Goya aseguraba ante el mundo que la duquesa de Alba era suya y solo suya.

En el invierno de 1797 el carácter difícil del pintor, amargado por una sordera incurable, y el genio vivo de la duquesa dieron lugar a interminables y agrias disputas que acabaron con la relación. Cayetana volvió a aparecer en la obra de Goya, pero lo hizo en el cuadro “El sueño de la mentira y la inconstancia”, un título sobradamente explícito de la relación entre ambos.

Siempre habrá quienes quieran afirmar que entre Goya y la duquesa de Alba nunca ocurrió nada, que el añadido de “Solo Goya” es posterior a la pintura, y un largo etcétera de habladurías. Pero la verdad es incontestable, ¿desde cuándo está bien visto que una duquesa, con más títulos que un deportista de élite, se deje pintar completamente desnuda en la España católica del siglo XVIII?

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